domingo, 28 de noviembre de 2010

Real Zaragoza 0 - Villarreal 3

Otro desastre en la romareda

Junto al Ebro se cruzaron dos dinámicas opuestas. La decadente ansiedad de un Zaragoza deprimido y deprimente con la ambiciosa, lúdica y competitiva versión del Villarreal, que definió con celeridad y en forma de goles la distancia que separa a uno, colista, del otro, tercero, en la tabla clasificatoria. Si los maños presentaban hace unos días a Javier Aguirre, apuesta última de un club que coquetea casi por costumbre con el regreso a Segunda, tras el fiasco que supuso alargar la experiencia con Gay en el banquillo, Fernando Roig se sentó el viernes a la izquierda de Garrido para sellar la renovación del técnico valenciano y subrayar, una vez más, que no hay objetivo más prioritario que el de un título.
Asumidos roles y realidades actuales de ambos clubes, la práctica confirmó sobre el verde el dictado de la teoría. Al Zaragoza apenas le duró el entusiasmo y sólo durante los primeros cinco minutos se atrevió a discutir la supremacía en el partido. Nada, un suspiro, le costó encontrar la pelota al Villarreal y menos, un soplido, derribar la resistencia aragonesa. Sirvió de banda el debutante Joan Oriol, cerca de la esquina, y Rossi maniobró escurridizo para forzar la jugada en el área. En la baile de la maniobra, medio embarullado nació el despeje centrado de Gabi. Lo cazó Senna, que sacó el mazo a relucir en el bote pronto y desde más de treinta metros clavó su disparo en la escuadra, inaugurando el calvario concreto de Leo Franco y el suplicio colectivo de La Romareda.
Envuelto en la misma inercia dichosa, casi sin querer, alcanzó el Villarreal el segundo tanto, recién superado el cuarto de hora. Cazorla, que se movió comodísimo en la zona de enganche, en cada una de las excursiones a posiciones interiores, buscó con la mirada el desmarque avispado y habitual de Nilmar, en el segundo palo. Picó el balón el asturiano y tanto se le cerró el centro que se convirtió en gol. La parábola desnudó la rigidez de Leo Franco y estiró el marcador de manera definitiva.
Al Zaragoza le abrazó, pues, enseguida la inquietud, y ya no supo quitársela de encima. Braceó como pudo hasta el descanso, tratando de resultar por lo menos aseado con la pelota y en el segundo acto, ya sin el lesionado Sinama, se decantó por la vía del coraje, el orgullo y demás intangibles fervorosos. Lo cierto es que no le quedaba otra opción, aunque el rédito fuera escaso. Alguna arrancada de Lafita, alguna otra del bullicioso Bertolo, la pelea solitaria de Braulio y poco más. Insuficiente, al cabo, para inquietar a los de Garrido.
Y eso que el Villarreal no firmó un partido de purpurina y lentejuelas. Tampoco lo necesitó. Se adelantó exhibiendo pegada y administró después la ventaja con cuajo y sabiduría. Sin cometer los errores que su rival sí cometió, capeó solvente los contados arreones de los locales, con Diego López casi inédito. Por contra, cuando Contini pagó la torpe falta sobre Cani que le costó la expulsión, no tardó más que un minuto en firmar el acta de la sentencia.
El tercer gol sirvió para reivindicar a quienes no necesitan más reivindicación. Cazorla, otra vez sin oposición en tres cuartos de cancha, filtró un pase sencillo y silencioso entre dos peones de la zaga zaragocista. El cuero se citó con la carrera ligera de Nilmar, que revolotea como los más grandes en el alambre del fuera de juego y que definió ante la salida vendida de Leo Franco con el recurso favorito, elevando el cuero con suavidad, de la hierba a la red, sobre el cuerpo rodante e inútil del portero.
A partir de ahí la noche mostró lo que llevaba insinuando desde el principio: el trabajo que ha hecho Garrido con su equipo, y el que le queda por hacer a Aguirre con el suyo. El fútbol nos devolvió al principio. Se cruzaron dos dinámicas en La Romareda para decirse adiós con la mano. El Zaragoza sigue mirándose los pies, esperando tocar fondo, y terminó el partido deslavazado, deseando un final que nunca llegaba. El Villarreal, en cambio, vuelve a gozar de la victoria, se afianza en la tercera plaza y mira con derecho a lo más alto. Concluyó tirando de manual, reservando a las estrellas y rodando a los jóvenes, en un disfrute tan sereno como merecido.

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